Tenemos ganas de llorar. Por todo. Y por nada. Y ya brotaron las lágrimas. Será por la intensidad, el cansancio, la alegría... Estamos sensibles, conectando con una realidad muy bestia. Y no es una película, es la puñetera vida.
Aquí en el departamento del Chocó, la región más pobre y castigada de Colombia junto con el departamento del Cauca, se palpa el dolor y la alegría a partes iguales. Oímos historias horribles del presente, de la violencia, de la extorsión, de la injusticia y la miseria. De bandas criminales. De demasiados conflictos armados que se solapan. Del miedo. De niños sicarios. De adultos crueles que los reclutan y los manipulan a cambio de un poco de droga. Y a la vez el "ritmo exótico" (la música típica de aquí) suena en toda la ciudad a demasiados decibelios, mientras la calle es una fiesta siete días a la semana.
Pero el horror a veces es invisible. No se ve, no se huele. Sólo se palpa cuando de pronto, después de varios días aquí, te conectas de una manera tan bestia que, de pronto, ya entiendes todo. Pero sin entender nada.
Los días pasan y pesan. Todas las mañanas, poco después del amanecer, visitamos barrios cada vez más pobres. Con niños alegres en un entorno demasiado hostil. Y de vuelta a casa vuelven las lágrimas, aquellas que no podemos mostrar allá, sólo entre nosotros.
Ya nos conocen por toda la ciudad y personitas bellas nos gritan sonrientes por la calle: "¡Payaso!" "¡Payasa!". Ya son casi 20 shows y miles de personas que nos permitieron jugar con ellas.
Aquí, a ocho mil kilómetros de casa, siguen jugando cuatro seres blancos y afortunados que tienen la suerte de hacer un gran equipo. Y que sienten la realidad hasta en los huesos.
Aún nos queda una semana. Seguimos. Con alegría, con amor, con dolor... Pero seguimos.
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